EN BLANCO Y NEGRO

Juan Sánchez | Opinión | Social | Hace la friolera de cuarenta años, poco ha llovido desde entonces, principalmente por esos enigmáticos aeroplanos que van arando los cielos claros hasta volverlos nebulosos, pegajosos, lácteos, casi o no casi venenosos. Cuatro décadas no son nada, ni febril la mirada ni busca ni nombra, que nos comen las moscas del cisne blanco y el cisne negro arrugados en el lago viejo, entreverados los cielos con rayones, tachón o borradura de un tiempo pluscuamperfecto.

Han pasado ocho lustros desde aquel frenesí del mes de abril, a galope de una Olivetti Studio 44 desdentada, sembrando ácratas renglones entre rojo y negro, tachando erratas con el Rotring −0,3 o 0,8mm, depende el día−, me sentí lobo estepario entre visillos de caramelo, ardor guerrero de terciopelo al raso, y cuatro apuntes para un ensayo de verdades asimétricas, rotundas por el ímpetu del ‘teclista’, tan indiscutibles como la arrogante lozanía inmolada en la certeza.

Aquel mamotreto sin fuste alguno –más de trescientas páginas−, sin necesidad de existencia ni esperanza −solo hambruna del saber, de ir un poco más allá−, sin otra mirada que la ambiciosa posesión de una piedra filosofal llamada rebeldía. Con causa o sin ella, eso daba lo mismo, los dedos chisporroteaban sobre la teclas dando mandoblazos al papel milimetrado, exorcizando la grosera realidad, abriendo en canal la propia inocencia, decretando como irrefutable cada palabra, cada frase que acertaba a encajar dentro de un texto que nada tenía de cordura salvo la arrogancia de dar con la cura para todos los males de la humanidad. Ahí es na’. Pasión sin freno y marcha atrás. De esto último mejor no entrar en detalles, salvo que los brotes verdes son un misterio inextricable.

Allí quedó arrinconado –hace años le perdí la pista entre una montaña de galeradas para nada, eso sí, de mi autoría−, frustrado al igual que el autor, solo cuatro o cinco lectores sufridores de mis patinazos mentales, condescendientes, me animaron a seguir escribiendo. Incluso alguno se tomó el interés necesario para acabar aquel “tocho” infumable, corregirlo ‘filosóficamente’ –Era y es catedrático de Derecho Romano, Teólogo y Doctor en filosofía-, apuntando los errores en el escaso margen que sobrevivía al nubarrón de garabatos que servidor llamaba ideas diamantinas, acabó por sugerirme un cambio de título: “Historia de una frustración”. El muy ¡filósofo!, tan aficionado a Hesse o Nietzsche, como servidor por aquel entonces, acabó por cuajar mi vocación contracorriente, disipando cualquier tribulación enquistada en el oficio.

Queréis creer que no recuerdo ni un solo renglón de dicho ‘ensayo’. Es lógico, tanta tontería junta no podía dejar otra esquela salvo el olvido. Aún así, borré el primer título, el definitivo ya habréis calculado que fue el sugerido por aquella lumbrera tan erudita. El original tenía algo que ver con el materialismo cerril y el desprecio hacia los sentimientos –aún no se había ‘inventado’ la inteligencia emocional−. Bastante maniqueísta, o conmigo o contra mí, lo propio de un aprendiz de caballero andante. Más o menos. Muchos años más tarde entendí que los gigantes son reales, que las velas de los molinos dan unas hostias como panes, que la plebe no está por ayudar a los Quijotes, salvo que aporten un montón de pasta para vivir cual marqués de “Tocaltelpijo”, y siete pueblos más allá. En realidad, el pueblo prefiere la superficialidad del gris marengo. El blanco y el negro en la justa proporción para no helarse de miedo. El miedo es ese terrorífico Draco −el dragón que custodiaba las manzanas doradas en los jardines de las Hespérides− siempre levitante sobre la masa monocéfala, y es mejor volver pronto a la caverna con los gayumbos en perfecto estado de revista. Que los sellos oficiales no quedan muy bien vistos en bulevar de los sueños rotos, que diría el Sabina.

La otra tarde, asomado al balcón, dando de merendar a la bandada de gorriones que suelen visitarme para alegrarme el día –no seamos ilusos, vienen a verme porque les doy de desayunar, comer, merendar e incluso cenar justo antes del anochecer−, pero me gusta pensar que esa buena gente navega por el mismo cielo de la imaginación, incluido Ambrosio −él mismo me reveló su nombre, ya lo explicaré otro día−, Ambrosia –pareja de hecho del anterior− y Lucas –trinca la miga de pan y se las pira, hasta luego!− me quedé mirando los coches pasar, y solo veía esos dos colores del inicio: Blanco, Negro, más diferentes tonos de Gris. De uvas a brevas, algún díscolo irisado rompía la secuencia cromática, pero acto seguido volvía el mismo soma de la “tristeza”… asépticos, monótonos, impersonales, uniformados, clonados, masificados, adocenados, gregarios, inexplicablemente inhumanos…

¿No os parece algo insólito? Haced la prueba por curiosidad, y sacad vuestras propias conclusiones. Ahí lo dejo, solo perlas de cristal oscuro en la eternidad de esos cuarenta años y un día. Solo lágrimas perdidas entre la lluvia.

Y punto.

“Me Gusta Caminar entre la Lluvia… Porque Nadie puede ver mis Lágrimas.”  −Charles Chaplin−