«LECTURA»

Jesús de las Heras | Opinión | Cultura | A veces me encuentro con gente que no lee, o que incluso me dice que no le gusta la lectura. Es algo que nunca he comprendido, pero bueno, tampoco entiendo que haya gente que se droga y ahí está el negocio ilegal que da más dinero en el mundo. Uno entiende que esas cosas existen, pero no ve su justificación por ninguna parte. Drogarse está mal. No leer está mal. ¿Les parece que exagero?

Desde que el hombre apareció sobre la tierra ha tenido ansias de inmortalidad, de vivir más allá de la muerte, y para conseguirlo inventó la religión. No es idea mía, sino de un escritor que respeto —por no decir reverencio— mucho: don Miguel de Unamuno Jugo. En su Del sentimiento trágico de la vida dice que el hombre tiene sed de eternidad, y por ello ha creado a un Dios que se la garantiza. Yo no voy tan lejos como don Miguel —que a pesar de lo que dijo se confesaba católico, apostólico y romano—, pero coincido en que todos queremos seguir existiendo más allá de la muerte. Dicen que uno vive mientras está en la mente y el corazón de alguien que lo recuerde, y eso lo han conseguido los escritores, aunque no todos. Vive en nosotros Jesucristo gracias al libro sagrado de los cristianos, La Biblia, que sigue siendo el libro más leído del mundo. Viven Julio Verne, Miguel de Cervantes, Teresa de Jesús, León Tolstoy, Miguel Glinka, Guillermo Shakespeare y Dante Alighieri (más conocido por el nombre que por el apellido), entre muchos otros, porque nos dejaron sus libros y los seguimos leyendo. Nadie se acuerda de los desalmados que acabaron con Sócrates, pero todos sabemos quién fue este porque su discípulo Aristocles (más conocido por su mote Platónel de las espaldas anchas), se tomó la molestia de contárnoslo en un libro de los que seguimos leyendo, y que por eso a él también lo seguimos teniendo entre nosotros.

Aunque es cierta la máxima de Woody Allen: Yo no quiero ser inmortal por mis películas, sino por no morirme, lo cierto es que nuestro cuerpo, el chasis sobre el cual nos movemos, tiene fecha de caducidad, y por muchas reparaciones y chapuzas que nos hagan, al final dejará de funcionar. Y entonces viviremos en la memoria de más o menos gente, y quizá también por nuestra cuenta, en otra dimensión.

Pero a mí me gustaría vivir, además, en la dimensión de la mente y el corazón de la gente que me lee. Con la literatura no me he hecho rico ni pretendo serlo nunca, pero sí que tengo el deseo y orgullo secreto de que la gente me lea. Porque cada vez que alguien lee un libro mío, de alguna manera comienzo a formar parte de su vida. Y eso me enorgullece y me alegra el alma. Y supongo que eso es lo que sienten todos los escritores, en el fondo. Aunque se quejen de que no les compren libros, lo cierto es que en su fuero interno lo que lamentan es que no se lean sus libros. Porque el dinero es efímero, pero saber que lo que haces sirve de algo, no lo es tanto. Desgraciadamente, casi la única forma que tiene un escritor de saber que se le lee es ver el número de ejemplares de su obra que se han vendido, si la editorial no le engaña con lo de los derechos de autor. Otra manera es la cantidad de cartas o mensajes que los lectores le puedan enviar. Sí, ha habido autores, como Jerome David Salinger, que nunca contestaban porque recibían muchas, pero hay otros, sobre todo cuando están empezando, que no solo las contestan todas, sino que están agradecidos de que se les escriba, aunque sea para decirles que su libro no les ha gustado y que se dedique a otra cosa. Por lo menos el lector en cuestión se ha leído el libro y luego se ha tomado la molestia de de decírselo al autor. Yo creo que si eso lo hiciéramos todos tendríamos mejor literatura.

Pero el problema principal es de que la gente no lee. Sí, hay muchos que pasean la vista por las letras, pero no llegan a enterarse de mucho. Dicen que el libro no les engancha. Y se quedan tan panchos. Naturalmente, cuando uno no se entera de lo que lee, o simplemente no le gusta el libro, debe dejarlo y dedicarse a otro que le guste o para el que esté más preparado. Cuando íbamos a la escuela no teníamos más remedio que meternos entre pecho y espalda los libros de texto, pero leer por placer es otra cosa. Si un libro no te da placer, cambia de libro.

Yo tenía un amigo que decía que a los que nos gusta el cine nos gustan las novelas. No hay nada malo en eso, ni en el cine ni en las novelas. Pero estas tienen la ventaja, sobre aquel, que uno está practicando continuamente las reglas de la gramática: la sintaxis, el vocabulario, incluso la redacción, y sobre todo la imaginación, la fantasía. Porque el que se dedica a ver cine y pasa del libro no tiene que echarle imaginación ninguna a lo que ve: el Phileas Fogg que ve en La vuelta al mundo en 80 días, por ejemplo, es David Niven cuando era joven, y Jean Passepartout es Mario Moreno Cantinflas, y la princesa Auda que rescatan del fuego ambos, es Shirley McLaine. En cambio, cuando uno toma el libro sin haber visto la película (ni tampoco la serie de dibujos animados La vuelta al mundo de Willie Fogg, claro), cada uno se imagina a su Phileas, a su Passpartout y a su Auda, que seguramente no coincidirán con los de cualquier otro lector. Y eso enriquece la mente; y además le da la opción de ir cambiando hasta el aspecto de cada personaje a medida que los va conociendo a lo largo de la historia. Y no pasa nada, sino que —al revés— es mucho más entretenido y enriquecedor. Y se encontrará uno con palabras que creía haber olvidado, o que al no comprenderlas, las buscará en el diccionario, o las adivinará por el contexto, con lo que su cultura aumentará aunque sea sin querer. Y eso no sucede en el cine, en el que en muchas ocasiones los subtítulos presentan faltas de ortografía y de traducción, pues se trata de un negocio sobre todas las cosas, y si se pueden rebajar los costos, se hace. En un libro puede que aparezca un personaje una sola vez durante unos minutos. Eso en el cine es prohibitivo, porque hay que pagarle a cada actor, así que no es infrecuente que el papel realizado por varios personajes de un libro en la pantalla se encargue a uno o pocos más actores. La película es de 1956, y el libro es de 1873, y sin embargo la película nos parece más vieja que el libro, porque este se nos mete dentro, aborda nuestra imaginación y lo hacemos nuestro con mayor facilidad. La edad actual de los actores que sobreviven, si es que alguno queda, nos dice continuamente que es algo del ayer, y por lo tanto es más ajeno a nosotros que la bella narración de Julio Verne.

No, no quiero venderles la lectura a ustedes, puesto que al fin y al cabo si ustedes me están leyendo es porque les gusta leer. Pero a veces uno se encuentra a majaderos que no dejan de decir dislates para los cuales no tenemos contraargumentos, porque nunca se nos habría ocurrido hallar tamañas sandeces en boca de nuestros semejantes. Pero para lo que quizá ustedes no estén preparados, y por supuesto eso sandios tampoco, es para leer bien una película. Porque en el fondo las películas de cine no son otra cosa que literatura que usa imágenes y secuencias en lugar de palabras y frases. Y el orden de las mismas sí altera el producto. Y les pondré un ejemplo:

Una famosa película, muy antigua, El acorazado Potemkin, dirigida en 1925 por Sergio Eisenstein, presenta al principio una escena en que se fusila a unos marineros. Fruto de aquella injusticia se inicia una revuelta que acaba en la Revolución de Octubre que puso fin a la república rusa que había depuesto al zar meses antes, instaurándose el comunismo y la Unión Soviética. Pues bien: en algunos países se tomó esa escena del principio y se la trasladó al final, con lo cual toda la película es un alegato en contra de la insubordinación y el motín, pues los que hacen esas cosas al final acaban fusilados. Como ven ustedes, el orden de los factores sí que altera el producto en el cine. En eso se basa mucho cine interesado para lavar el cerebro a la gente. Eso se hizo durante el nazismo, como sabemos, pero se sigue haciendo hoy en día. Sin ir más lejos, todas las películas del Oeste de Hollywood te pintan a los indios como seres salvajes, prehistóricos y brutales que ansiaban el exterminio del pobrecito hombre blanco, que nunca les había hecho nada. Pero cuando Sacheen Littlefeather, una india apache que envió Marlon Brando a la ceremonia de 1973 de la entrega de los Óscar a decirles por qué no quería el premio al mejor actor por el que hizo en la película El padrino, el súper héroe de tantas películas de ese género, John Wayne, no encontró mejor argumento que intentar pegarle a la pobre chica, porque sabía que ella tenía razón: los malos eran los rostros pálidos que vinieron del este para exterminarlos porque codiciaban las tierras que ellos usaban desde siempre para la caza, que era su modo de vida. Los indios llevaban en el continente más de diez mil años, y los rostros pálidos eran unos meros advenedizos. Durante trescientos años los españoles habían estado allí, y en lugar de exterminarlos, les enseñaron su religión y su idioma, unificando así a todas las tribus del centro y del norte de América, y por eso Gerónimo, el líder apache, hablaba español y llevaba colgado un rosario al cuello. Esas cosas no las cuenta Hollywood, pero no es de extrañar, porque en el cine todo es mentira. Sobre todo lo que pretende que sea real, y mucho más cuando dicen, en un alarde de modestia, que la película está basada en hechos reales. Sí, el hecho real de que hay unos actores que hacen cosas delante de una cámara. Los actores y la cámara son reales, claro. Pero lo que dicen y hacen es todo inventado, o sea mentira.

El escritor saca lo que escribe de su imaginación también, esa evidente. Pero no pretende decir que esas cosas ocurrieron, y todo el mundo sabe que una novela es ficción. En todos sus géneros. Por eso me extraña que se le adjudique a uno solo de ellos, la ciencia, cuando se dice que un relato es de ciencia ficción. Las novelas de amor son romance ficción, y las que se basan en hecho históricos o tengan épocas pasadas como marco de la narración, son historia ficción. Y las de miedo son de miedo ficción, porque no hay monstruos como los que relatan en la realidad. Puede que haya otros más feos o de mayor maldad, pero las novelas de Stephen King, por poner un ejemplo, no han ocurrido nunca en la realidad, por muy crédulos que seamos. Sí, es cierto que mientras dura la lectura, mediante el implícito pacto del autor con el lector este se crea lo que está leyendo, pero al cerrar el libro, sabe que eso jamás ha ocurrido, para bien o para mal. Pero eso no ocurre en las películas. Recuerdo yo una discusión que tuve en una ocasión con una mujer supuestamente culta y moderna, en que me decía que Aquiles era exactamente igual que Brad Pitt, porque ella lo había visto en el cine, y no en el bestia parda que describe Homero. Me asombró el grado en que el cine puede llegar a lavar el cerebro de la gente.

Por todo eso, acepten ustedes un consejo: apaguen el televisor y abran el libro. Ya se sabe que lo que cuenta este es mentira, pero también lo es lo que cuenta el cine. Y sobre todo la televisión. No se crean ni el telediario, porque en esta vida nada es inocente. Excepto, en diverso grado, el espectador, que el lector ya viene de vuelta de todo eso.

Que ustedes lo lean bien.